lunes, 26 de septiembre de 2011

Chenault




















Las canciones están mal. Las canciones son mentira. Yo cociné a mis fantasmas y el tesoro está a punto caramelo. Lo que bombea. Lo que piensa. Y los años, los años. Soy el detractor de miradas. Por eso me encierro y dejo que el mundo me escriba la espalda con las manos de mi mujer subterránea. A cielo abierto soy mentira. No amo lo que amo, no pienso lo que pienso, no recuerdo lo que no olvido. A todas luces un fiasco. Y así los tontos (y las tontas) me regalan su tierra. Y en ella crece mi flor de lis, retoño imperial.
No he vuelto de mi pequeña vida para contarte qué sabor tiene la tierra húmeda. No he nacido a la lágrima ni a las acuarelas en la lluvia. Estoy reventando paredes como puedo: las veo temblar en silencio. Silencio lleno y silencio vacío. A mi me arroban los silencios llenos de ecos. Como si los planetas, las piedras, los hechos, todo, suspiraran ahogadamente. El universo es entonces como el cadáver de dios. Es el cuerpo de un dios ausente, o un dios dormido que está pensando en otra cosa (libélulas, drogas, manzanos, en la diosa que lo abandonó a su suerte) y que probablemente sufra, también, y sufra a partir de sus más ínfimas células: nosotros, vos y yo, cualquier migaja. Lo que es seguro es que el dolor concreto no se calma con abstracciones. Pero, si sigo amplificando los ecos (como un espejo humeante) y si las paredes se vuelven más amarillas, y si caen, y caen con ellas los otoños, todos juntos… puede que alguien se despierte y me cuente que soñó conmigo al final de su larga, larguísima, siesta milenaria.