domingo, 27 de septiembre de 2009

El mal vino y la luz

Te lo dije en secreto: no tenés madre. Sentido sin sentimiento. Y lloraste y temblaste para el deleite de los cisnes que te miraban embelesados envidiando tu fragilidad. Pendeja. Las paredes chorreaban miel. Querías una demostración de poder, y tras no dejar rastro de nieve te pusiste a invocar antiguos demonios de cabello cano y ojos grises. Ojos de bebé. Me rezaste que te mienta y te dije que no te amaba. Los cisnes, ahora perplejos (todo se volvió muy dulce) se masturbaban cansinamente. Uno de los demonios, el Pederasta de Oriente, se acariciaba la barbilla, quizás rememorando una noche de niña poseída en Ciudad del Cabo, y estoy seguro de que a él también lo mecía la nostalgia, la tristeza furiosa, la mecánica de la existencia. Entonces cerraste los ojos apretando los párpados, deseando tiniebla enamorada, esfumando todo a negro reluciente, y los cisnes se volvieron chispas ridículas, y los demonios abuelos recién muertos, y yo apenas un jirón del cielo sin estrellas de tu niñez inventada con la luna temblando en Acuario. Tango sin madre. Tango eterno, lloroso, insulso. Me rezaste de nuevo, arrodillada y ciega, por una lúbrica cruz que cargar. Y sólo se abrió tu sexo cuando te dije que así te hacías bella, con esas estúpidas grietas, con la culpa sin nombre, con el mal vino, y la luz.